jueves, 3 de septiembre de 2009

Antropología Sexual


Sexo, eros y ágape

Resulta evidente que la sexualidad constituye una dimensión esencial
de la conducta humana. Se habla mucho de "instinto sexual", pero comete-
ríamos un error si planteásemos este problema desde una perspectiva pura-
mente biológica. Resulta interesante anotar que, aún para la reproducción
animal, la aparición del instinto Sexual es como un Salto o, si se quiere decir
de otra manera, como un lujo de la naturaleza. Los seres inferiores se repro-
ducen por partenogénesis. ¿Pero,basta la partenogénesis para lograr la
reproducción? Indudablemente no basta. El mundo animal sería otro si
su modo de reproducirse no fuera más que el partenogenético. La presen-
cia de los dos sexos en el mundo animal supone un gran enriquecimiento
en las formas de vida. Entre otras acciones permite que los procesos here-
ditarios no se realicen sólo de un modo reductivo, sino que en ellos inter-
vengan, en alguna forma, los azares de la vida.

También la presencia de la sexualidad humana supone un nuevo Salto,
un nuevo lujo, un enriquecimiento en el programa vital. En estos últimos
tiempos se ha desarrollado una polémica entre los psicoanalistas franceses a
propósito de la traducción de la palabra alemana "Trieb" que usa Freud
generalmente cuando se refiere a la sexualidad. En muchas traducciones
de Freud Se ha utilizado la palabra "instinto". Lacan y su escuela alegan
que "Trieb" no es lo mismo que instinto v por eso proponen traducirlo por
"pulsión" (impulso). Este deseo de rigor en la traducción plantea el problema
de las diferencias entre Freud v Jung. Para designar el área instintiva Sexual
Freud eligió el término de "lÍbido". Jung pretendió que líbido debía inter-
pretarse como "instintividad general". En Freud mismo se establece la dife-
rencia entre "líbido" como inclinación erótica y "genitalidad" como más
limitativa de lo específicamente sexual―biológico, por así decirlo.
En realidad, se trata de configuraciones distintas de la conducta humana.
En el instinto se alude más directamente a Sus radicales biológicos,
en "eros" a sus radicales psicológicos y humanos. Últimamente se ha vuelto
a introducir en la estructura de la conducta amorosa del hombre la palabra
"agape". Con la palabra "eros" designaban los griegos la fuerza natural
que empuja a los animales y al hombre a la reproducción, pero el "eros"
humano supone algo más. El impulso erótico yace en la creación artística
y científica. El eros nunca logra su objetivo del todo y por eso en él se mani-
fiesta la apertura constitutiva del hombre. La acción instintiva es cerrada.
Es como un timón seguro que llega a un fin, con regulaciones casi ciberné-
ticas. En el impulso erótico el hombre es arrastrado siempre a más y no se
limita a la apropiación de la hermosura del otro cuerpo, sino que alcanza
el mundo de la imagen y de las ideas.
Nygren escribió un libro que Se ha hecho famoso sobre el "eros" y el
"agape". Considera al "eros" como egoísta, buscando la autosatisfacción.
Si miramos al instinto sexual desde la perspectiva reductiva del biólogo su
dinámica resulta egoísta, como la de los otros instintos. Se satisface el ham-
bre y se satisface el instinto sexual. Sobre esta satisfacción, en la que el Ser
-animal u hombre- se apropia del mundo, el biólogo construye después
la teoría de que tales conductas autosatisfactorias conducen a la conserva-
ción del individuo y de la especie. En la vivencia que acompaña a la acción
instintiva pura, esta finalidad no aparece tan clara. Existe como una espe-
cie de trama inconsciente en el sentido que daba a esta palabra Eduardo
Hartmann.
El "agape" es una forma especial de amor. Nygren la contrapone al
"eros". Teológicamente es el amor oblativo de Dios por la criatura. En el
Nuevo Testamento cristaliza el amor en la figura de Jesucristo. Dios ama
al hombre y manifiesta su amor descendiendo a él, haciéndose hombre y
muriendo por él en la Cruz. Esta dinámica de arriba abajo es la que trans-
forma el amor humano, haciendo al hombre capaz de amar a sus semejantes,
no por su belleza o por sus valores atractivos, sino por ellos mismos. La diná-
mica erótica empuja hacia el "objeto’‛ amado porque es deseable. No es
una dinámica de Consumo, como en la acción instintiva pura, sino enriquece-
dora. El "eros" es algo más que líbido o acción sexual pura. Spranger hablaba
del "eros" como de un sentimiento estético. En la adolescencia,la dinámica
erótica aparece flotando de un modo evidente sobre la dinámica sexual,
a pesar de la violencia de sus sismos en ese período de crecimiento. En el
"agape" lo amado lo es por la dinámica misma del amor. De ahí que el "agape"
tenga que ver con el hombre en cuanto "persona".
Sexo, eros y ágape son tres aspectos de la Conducta humana. En la rela-
ción entre el hombre y la mujer los tres Se hallan Simultáneamente presentes.
No se pueden aislar _uno de otro sino por necesidades descriptivas, pero en
la dinámica global se ve la influencia de una u otra dimensión de las fuer-
zas gravitatorias que empujan a un sexo en dirección al otro. Es evidente
que existe la "atracción sexual" entre el hombre y la mujer y también lo es
que existe la atracción erótica. En ésta se incluye toda una trama de simpa-
tías y antipatías, de deseos y aversiones, de vitalidades y fatigas, de intereses
y desintereses, de novedades y de habituaciones. Por virtud de ese conglo-
merado dinámico el hombre y la mujer se apasionan el uno por el otro. Y
también se desencantan. La atracción sexual yla erótica, la primera bio-
lógica, la segunda psicológica, no serían -y no son- duraderas si no van
enhebradas por el sutil hilo amoroso que pertenece al reino del ágape y que
es capaz de permanecer, a pesar de las oleadas y mareas de los instintos y
de los sentimientos. Esta triple estructura se halla imbricada en toda la con-
ducta amorosa del hombre. La sexualidad humana es algo más que sexua-
lidad. En la situación actual de la sexualidad en el mundo contemporáneo
vemos reflejada la tendencia reductiva por la que atraviesa, por empeñarse
en no existir más que en uno de sus planos: el del "sexo".

Por Juan J. López Ibor

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