miércoles, 16 de septiembre de 2009

EI cristianismo y la nueva moral Sexual

Cuando en Roma empezaron a circular rumores sobre la existencia de
una secta que predicaba unos postulados morales incomprensibles para la
sociedad romana, los agentes policiales no dudaron en acusar de enćmğgos
del género humano a los hombres y a las mujeres adscritos a la nueva religión.

Así consta en los Annales de Tácito. Los romanos eran muy dados a conside-
rar enemigos del género humano a las personas que no estuvieran dispuestas
a acatar las leyes y las costumbres del Imperio. La nueva religión, que incor-
poraba a su fondo doctrinal buena parte de las creencias de un pueblo so-
juzgado, atacaba los fundamentos de la sociedad romana. Los primeros
cristianos, como todo grupo o fermento que posee una verdad fuerte e in-
controvertible, tuvieron que cerrar filas, aglutinarse y disponerse a morir
por dar testimonio de su fe. Las condiciones de la clandestinidad y la dureza
de la lucha eXigían una vida austera, ascética, orientada siempre hacia la
muerte —que para ellos era la vida —, libre de cargas y de ligaduras terrenales.
San Pablo, el dinámico y eficiente organizador de la nueva comunidad,
promotor de nuevas iglesias, sentó las bases del nuevo comportamiento
sexual. Aconsejaba a sus fieles que siguieran su ejemplo de soltería, pero
que, si alguien no se sentía con fuerzas para dominar los impulsos de la carne,
debería tomar estado, ‘¿puesto que mejor es casarse que abrasarse". El me-
nosprecio de la relación sexual empezó a apuntarse. Por un lado, se elevó
la condición de la mujer y se le dio garantías que la protegieron del repudio,
pero se la encadenó en la vida familiar a la total autoridad del marido. El
ascetismo de los primeros tiempos de ilegalidad del cristianismo fue una
necesidad. Los cristianos no sólo tenían que defenderse de los enemigos
exteriores, del poder imperial que había especializado su aparato repre-
Sivo contra ellos, sino del enemigo interno, de las propias pasiones, del pecado
que se agita en la carne y aparta al alma de la comunidad con Dios. El pecado
de la concupiscencia era el más temido, el más peligroso.

Se inició una etapa de exaltación de la castidad y de la virginidad. En
un período de lucha dura y de resistencia feroz pudo cuajar la necesidad
de mortificar la carne. Incluso dentro del matrimonio ———el reducto de los
débiles—— se aconseja la máxima continencia. "No hay que provocar esos
actos", diría andando el tiempo San Agustín. Pero la ten tación estaba cerca.

Los hombres habían tomado la iniciativa de la lucha y fieles a su tiempo
y a la herencia recibida de las civilizaciones hebreas, griegas y romanas, con
todas las reminiscencias de épocas anteriores——~ habían relegado a la mujer
a un papel secundario. La nueva ascética era amenazada por la presencia
de las mujeres; su cercanía era un estímulo para la llamada de la carne y I
í de la pasión. Era necesario, pues, atacar a la mujer; había sido elevada
al rango de compañera y no de sierva, pero escondía en sí el germen de la
perdición.

Los ascetas y los primeros padres de la Iglesia se plantearon abierta-
mente la necesidad de difundir una Serie de obras para prevenir de los males
y asechanzas que esconden las mujeres; las potencias malignas Se adueñaban
fácilmente de ellas y se manifestaban por su cuerpo. La literatura de aquella
época —un compendio de obras apologéticas, escritas con la fogosidad de
la urgencia, en el tono polémico que da la lucha cotidiana-- nos ha legado
un vasto arsenal de teorías antifeministas y contrarias, Consiguientemente,
a la práctica del acto sexual.

Clemente de Alejandría, un hombre cultísimo, llegó a decir que "toda
mujer debería enrojecer de vergüenza sólo de pensar que es mujer". A la
simple vista de una mujer se apoderaba de Tertuliano una indignación
que juzgaba santa. "l\/Iujer ———dice en su Tratado del orrzamonto do las mujeres-
deberías ir vestida siempre de luto y andrajos, presentándote como una peni-
tente anegada en lágrimas, para redimir así tu pecado de haber perdido
al género humano. Tú eres la puerta del infierno, tú fuiste la que rompió p
los sellos del árbol vedado: tú la primera que violaste la ley divina, tú la
que corrompiste a aquél a quien el diablo no se atrevía a atacar de frente;
tú, finalmente, fuiste la causa de que Jesucristo muriera." La mujer es, para
Tertuliano, un ángel fatal eternamente adherido al hombre para perderle.

Conmina a la mujer para que lleve siempre cubierto el rostro y adopte una
actitud sumisa y de constante penitencia. Llega, incluso, a condenar las
caricias maternales.

La continencia absoluta, la supresión de toda práctica seXual, empezó
a ser considerada como una medida necesaria para alcanzar la máxima per-
fección. Para lograr este fin, era bueno cualquier medio. Orígenes, una de
las mentes más preclaras de aquellos primeros tiempos, llegó a adoptar la
medida máxima, con una acción que incluso objetivamente estaba penada
por el quinto mandamiento del decálogo: queriendo dar al mundo un ejemplo
de valentía y de renuncia a la carne, resolvió castrarse.

Los ascetas torturaban su carne y predicaban la virginidad y el celibato
como San Jerónimo, que ayunaba y se acostaba desnudo sobre el Suelo.
Hay que decir que aquellas teorías lograron un éXito sin precedentes, ya que
en aquella época tuvo. lugar una verdadera epidemia de Soltería. Incluso,
Según cuentan las crónicas, alguna muchacha llegó a suicidarse para im-
pedir que Sus padres la casaran.

El obispo Metodio, de Olimpo, escribió una obra, El Banquete de las diez
vírgenes, remedando la idea de Platón. Diez muchachitas se pasan la sobre-
mesa platicando sobre las excelencias de la virginidad. Se habían identifi-
cado con la famosa consigna de hacer "novias de CriSto". San Ambrosio,
maestro de San Agustín, dedicó cinco monumentales obras a propagar las
ventajas de la virginidad. Su biograña de Santa Tecla —~v1rgen de Antio-
quia, maltratada, torturada y martirizada por defender su virginidad—~
levantó tal entusiasmo entre las jóvenes de la época que tuvo lugar una nu-
merosa peregrinación de doncellas, llegadas desde todos los puntos de Italia,
para solicitar del obispo Ambrosio el velo de novicia.
junto a esta teoría estuvo en vigor otra no menos favorecida por la creen-
cia popular. La decadencia del Imperio, el ambiente de inestabilidad Social
y política, sirvió de buen campo de cultivo para los que predicaban la ter-
minación del mundo. El Ángel Exterminador estaba próXimo a hacer sonar
su trompeta y era necesario que los hombres estuvieran libres de ataduras.

Tertuliano llegó a rechazar a sus hijos y a aconsejar a su mujer que perma-
neciese viuda una vez muerto él. LO cierto es que, como han demostrado
recientemente algunos estudios históricos, la población descendió alarman-
temente. Sin embargo, lo que tiene más importancia es que esa actitud contra
las relaciones Sexuales habría de marcar una influencia determinante en
los siglos siguientes.

En medio de este clima pudo prosperar, lenta pero poderosamente, la j
idea del celibato en los sacerdotes. Si se aconsejaba la virginidad y se enal-
tecía la soltería, en desprestigio de la institución matrimonial, los primeros
en dar el ejemplo debían ser los sacerdotes. Ya en las reuniones de obispos,
durante los primeros siglos del cristianismo, se reclamó que los sacerdotes
casados se separaran de su esposa o que, por lo menos, renunciaran a tener
trato sexual con ella. El papa Inocencio I amenazó con severos castigos a
los clérigos que no estuvieran dispuestos a renunciar a su vida sexual con-
yugal. La reacción de los contrarios al celibato fue violenta y se mantuvieron
intransigentes. El Papa León IX estableció la obligación de la castidad
para los sacerdotes, frailes y religiosos de todas las órdenes, y les conminó
a aceptarla so pena de ser considerados herejes.

En algunas ciudades de Gccidente, especialmente en Milán, reducto
de numerosos sacerdotes que no querían renunciar a su vida sexual, los fieles
alentados por los enviados de Roma, asaltaron los domicilios de los clérigos
casados. Un Concilio que tuvo lugar en Roma, en 1059, prohibió a los fieles
que oyeran la misa celebrada por un sacerdote casado. Unos años después,
Gregorio VII volvió a la carga y publicó una disposición por la cual la rela-
ción sexual de cualquier sacerdote fue considerada simple fomicćztio. Ordenó
que los sacerdotes casados abandonasen inmediatamente a sus esposas.

A partir de entonces, la cuestión del celibato ha sido legislada, pero no resuelta.
En torno a ella se han centrado las polémicas más airadas. En nuestros días,
después de un largo período de silencio sobre esta disposición, se ha discutido
públicamente sobre la procedencia o no del celibato.

Y el día 23 dejunio de l967 se hizo pública una encíclica de Su Santidad
el Papa Paulo VI que mantiene el principio de la necesidad del celibato en
el sacerdote católico. Esta encíclica titulada "Sacerdotalis Celibatus" re-
comienda a los sacerdotes una castidad vivida no por desprecio del don de
la vida, sino por un amor superior a una nueva vida que brota de la f`e en
Cristo, vivida con valiente austeridad, con gozosa espiritualidad, con ejem-
plar integridad y en consecuencia con relativa facilidad.
Dice Paulo VI que la elección del celibato, presidida por la gracia di-
vina, no es contraria a la naturaleza. Se trata de la elección de una relación
personal, íntima y completa con el misterio de Cristo en beneficio de toda
la humanidad. La Iglesia confía al sacerdote el testimonio de una vida de-
dicada a las realidades fascinadoras del Reino de Dios y por lo tanto no se
arrepentirá de haber escogido la misma soledad de Cristo.

Ahora bien, esto implica la necesidad de una formación sacerdotal ade-
cuada a nuestros tiempos según el progreso de las ciencias psicológicas v
médicas, pedagógicas y sociales, de tal manera que incluso será oportuno
que el compromiso del celibato se observe durante períodos determinados
de experimento antes de convertirse en estable y definitivo con el presbiterado.

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