jueves, 17 de septiembre de 2009

La vida amorosa de los trovadores


El cinturón de castidad fue muy utilizado entre los primeros burgueses que debían velar por su
honor cuando viajaban por razones mercantiles. Con las Cruzadas empezó a caer en desuso, aunque en algunos países se empleó todavía durante largo tiempo. Cinturón de castidad. (Foto Archives photographiqes)


Lord Byron se preguntaba en Don jućmz "¿Creéis que Si Laura hubiera
sido la esposa de Petrarca éste le habría dedicado sonetos durante toda la
vida?" La respuesta, dadas las condiciones de la época v la base sobre la
que estaba estructurado el matrimonio, es obvia. Los trovadores, verdaderos
maestros del arte amatorio, dieron una respuesta más clara, incluso en sus
propias Obras. Perdigón, trovador de principios del Siglo X111, no andaba
con tapujos: "MujereS —decía—-: no pretendais hacerme penar; yo quiero
encontrar provecho en todas las que adoro, la que me diga no puede estar
segura de que la dejaré. El amor Se trivializa, se torna especialmente cínico,
buscando exclusivamente el goce momentáneo y cuantitativo. El fetichismo,
la pasión agudizada por la contemplación o el tacto de algún objeto de la
persona amada, entra en la literatura, desde la poesía trovadoresca hasta
Obras posteriores, como La Celestina y el Libro del Buen Amor. "Q_ué prodigios
llevaría yo a cabo —eXclama Guillermo de St. Dizier—— si ella me diera
solamente un cabello de los que caen sobre su capa O un hilo de sus guanteS.

El primer trovador que puede Ser considerado como tal, y q ue logró
crear escuela y sentar tradición, fue el duque Guillermo IX de Aquitania,
contemporáneo de Abelardo. Alardeaba de que un hombre sólo podía Ser
considerado como tal Si había logrado un número importante de conquis-
tas femeninas. Él mismo se ponía como ejemplo, y manifestaba que jamás
había sido derrotado en esta lid. Cuando se decidió a formar parte de una
Cruzada, se hizo acompañar de un nutrido grupo de mujeres.

El culto a la relación Sexual está presente en toda la producción lite-
raria de la Edad Media. Los cancioneros populares ensalzan los encuentros
furtivos, los tactos precipitados, las miradas significativas, los suspiros y la
relación íntima al borde del peligro, personificado siempre por la amenaza
de la aparición del marido en escena. Las alboradas o "aubades" se repiten
insistentemente, señalando la nostalgia de la llegada del día, instante en
que deben ser interrumpidas las relaciones prohibidas. Cada hombre pre-
tendía asaltar la casa del vecino y ocupar fugaz y clandestinamente el puesto
de este en el lecho de la mujer; pero todos son "celosos de su honra", cuando
perciben que el propio lecho puede ser asaltado.

Algunos maridos, como Barral de Baux, reaccionan ante la infidelidad
de la esposa con escasa o con ninguna violencia, limitándose a amonestarla
por haber alentado los requerimientos de su galanteador. Pero otros, como
Micer Raimón de Rousillón, actuaban bárbaramente en defensa de la pro-
pia honra. Cierto día el de Rousillón le preguntó a su esposa si le había gus-
tado el corazón que le habían servido con especias. Acto Seguido, explicó
que se trataba del corazón de su amante Guilhem de Cavestanh.·Ella se limitó
a contestar con esta sorprendente declaración, recogida por E. S. Turner:
"Era tan bueno y tan sabroso que ninguna otra comida o bebida conseguirá
borrar de mi boca la dulzura que el corazón de Guilhem ha dejado en ella."

Sus palabras consiguieron enojar todavía más al marido, que se abalanzó
sobre ella. La mujer se arrojó por la ventana.
Las hazañas de algunos caballeros que vivían obsesionados por la cues-
tión sexual, proveerían de casos que resultan extraordinariamente intere― .
Santes a la hora de intentar establecer un análisis psicológico sobre la so­
ciedad medieval. Ulrich von Lichtenstein llevaba siempre consigo un frasco
del agua con la que se había lavado en cierta ocasión la dama de sus sueños.

Un día, a consecuencia de un arrebato amoroso, Se seccionó un dedo y se
lo envió a su amada, en demostración de que estaba dispuesto a arrostrar .
todos los peligros y dolores en aras de su amor.

La institución matrimonial, como hemos apuntado repetidamente, se
hallaba en crisis. Pero no se levantó ninguna voz de protesta. Los tribunales
de amor habían significado una ligera válvula de escape, frívola y sin de-
masiadas consecuencias serias, para el comportamiento sexual y sentimental
de la nobleza y, en general, de las clases altas. Se mantiene invariable la
institución y ni siquiera surge un comentario favorable a la disolubilidad
del matrimonio. Se ignoran la familia, los hijos y las obligaciones matrimo-
niales, pero no se propone una solución adecuada. La espontaneidad sexual
se recluye en la clandestinidad y, -comúnmente, en la picaresca. Gottfried
de Estrasbourg constituye una de las rarísimas excepciones: se queja amar-
gamente de la indisolubilidad del matrimonio, pero no se atreve a propo-
ner una forma viable de d1vorc1o. Richard Lewinsohn define gráficamente
la actitud de los Minnesanger: "Son, sin duda »—-——dicet-~«—, grandes héroes
en el campo de batalla del Amor, pero no son revolucionarios Sexuales. Aprie­
tan los puños dentro del bolsillo, pero no Se atreven a declarar una lucha
abierta contra el orden eStablecido."

En el período en que se acerca el punto de decantación histórica, es
decir, en el momento en que paulatinamente se esta realizando el traspaso
del poder de manos de los señores feudales a la burguesía incipiente, la moral
viene a ser informada por el nuevo estamento de poder. La burguesía va
a arruinar algunos viejos conceptos y va a elaborar otros; pero, en el ámbito
de lo sexual, logrará escasos cambios. La mujer sigue Siendo objeto de pro-
piedad y sabido es con cuanto celo defiende la burguesía su propiedad. El
amor Se trivializa todavía más y desaparecen los apasionados estímulos ela-
borados por los trovadores y por los libros de Caballería. LOS torneos y los
duelos de amor por defender la honra de la esposa, o por conquistar el favor
de la amada, dejan de tener vigencia. Al genio burgués debe serle atribuido
el frecuente recurso a una técnica especial para evitar las relaciones Sexuales
ilícitas: los cinturones de castidad. Aparecen éstos ya en la mitología griega,
cuando Vulcano idea un artefacto que impedirá el adulterio de Venus con
Marte. Pero no se conoce la época histórica en que semejante artilugio mito-
lógico fuera llevado a la realidad, salvo en la Europa de los siglos xv y xvi.

El cinturón de castidad fue conocido vulgarmente por el nombre de "Cin―
turón Florentino", en razón de que fue Florencia la cuna de esta importante
industria. Había ejemplares para todos los gustos, desde el más sencillo y
económico, hasta el más complicado y lujoso. Los órganos sexuales de la
mujer quedaban rigurosamente clausurados por una pieza que se cerraba
con un candado. Muchas veces sucedía que la mujer hacía honor a los temores
que respecto a ella sentía el esposo y se procuraba una llave maestra para
burlar al celoso marido.

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