miércoles, 16 de septiembre de 2009

El marido y el amante, en la Edad Media

Los ataques enconados a la vida seXual normal, las condiciones que du-
rante siglos habían regido la realización del matrimonio, la reducción de
la mujer al estado de cosa y, en general, la corrosión que las teorías antife―
ministas y antimatrimoniales habían operado en la institución familiar.
provocaron una cierta desconñanza hacia la familia, especialmente durante
la Edad Media. El matrimonio había matado al amor. La sumisión de la
mujer hizo que ésta ocupase el escalón más bajo de la sociedad; no sólo de-
pendía totalmente de la autoridad del marido, sino que el permiso de matri-
monio, en la Sociedad feudal, debía ser concedido por el padre, por el señor
y por el rey. Una ley medieval dice: "Cualquier señor podrá obligar a su
vasalla, desde la edad de doce años cumplidos, a tomar el marido que él
quiera." A la mujer no le pertenecían ni su destino ni su cuerpo. Todavía
le quedaba una última servidumbre, que ha pretendido ser negada por algu-
nos historiadores. El señor tenía derecho a desflorar a la muchacha recién
casada. Ducange y Boecio demuestran por sus textos la practica frecuente
de este derecho. En el libro XVII de Boecio consta una afirmación que tra-
ducida literalmente del latín dice: "cierto señor, a quien vi, exigía para sí
el primer conocimiento carnal de las esposas". La única v extraña restric-
ción puesta en el derecho del matrimonio preveía que el señor no podía
obligar a su vasalla a casarse siendo sexagenaria, porque la persona que
debe prestar servicio con su cuerpo, esta exenta de este Servicio "cuaizdc
es tal su decadencia que parece medio podrido" (Labouyade. Historia de
la Sucesión de las mujeres).

Los límites del matrimonio, estructurado Según éstas y otras normas
semejantes, se circunscribían a la mera convivencia de dos personas. ajenas
entre Sí la mayoría de las veces. El matrimonio carecía de unos alicientes
que era menester busoar en el terreno prohibido. Resurgía el culto del ero-
tismo. Se manifestaba en la literatura de consumo de las clases altas y en
las canciones de los juglares que recorrían los villorrios recitando piezas
amatorias. Cada época sublima sus impulsos en la elaboración de un per-
sonaje que representa el ideal. El héroe de la Edad Media es el hombre
galante y mundano, cuya divisa es el amor. Los poetas y los trovadores en-
salzan la figura de la mujer, la idealizan y están dispuestos a arrostrar los
mayores peligros para demostrarle su dedicación. El juego amatorio con-
siste en asediar a la mujer ajena. En cambio, se ignora y se mantiene en ser-
vidumbre a la propia, con la que se realiza una relación sexual escasa, orien-
tada primordialmente a la procreación, a proveer de heredero.

La tradición iniciada por Dante en la Divina Comećlićz no logró consoli-
darse. Su obra es el canto más perfecto al amor puro; pero esto resultaba
tremendamente irreal y poco sugestivo en una época en que predominaba
el culto de la pasión amorosa, de los contactos de la carne.

Los relatos y las crónicas medievales, como señalaba acertadamente en
el siglo pasado Ernest Legouvé, revelan la existencia en aquella época de
un segundo "matrimonio". La mujer reservaba para el marido su cuerpo,
la fidelidad material, los servicios y los cuidados exteriores; para el amante,
las ideas de honor, la vida espiritual y el alma. Toda mujer virtuosa, Según
la crónica de Bayardo, escrita por su escudero, podía tener un marido y un
amigo; estos eran rivales sin odio, co―propietarioS sin envidia. Los derechos
de los amantes estaban reglados por decretos judiciales: había un código,
tribunales, jurisprudencia y hasta abogados. Según Legouvé, en el siglo xv,
Marcial de Auvergne, con el título de Fallos de amor, pone en escena a amantes
que iban a querellarse al presidente, con todas las formas judiciales, de que
su‛dama les había negado una mirada o un besog la demandada solía alegar
como excusa que Don Peligro estaba allí (Don Peligro era el marido).

El manuscrito de Maese André, capellán de la Corte de Francia en el
siglo xn, justifica y' describe la existencia de aquellos tribunales de amor.
Las damas de Gascuña, la reina Leonor, las condesas de Narbona, de Cham-
paña y de Flandes, eran presidentas de esos tribunales. Los había en Pierrefeu,
en Diña y en Aviñón y se podía apelar de uno al otro. En esas asambleas
se fijaba la razón de los amantes y de los maridos. Preguntado el tribunal
sobre si podía existir el amor entre personas casadas, la Condesa de Cham-
paña respondió: j

"A tenor de la presente, decimos y afirmamos que el amor no puede
extender sus derechos sobre las personas casadas. En efecto,.los amantes se
complacen entre sí, natural y espontáneamente, al paso que los esposos
están obligados, por deber, a sufrir recíprocamente su voluntad y a no negarse
nada el uno al otro." De esta manera, dice Legouvé, un marido no tenía
derecho de amar a su mujer; mas, en cambio, a ésta le asistía el de amar a
otro hombre que no fuese su esposo. Según un artículo de aquel código,
el matrimonio no es una excusa contra el amor. Òtra sentencia explica el
caso de un caballero que estaba enamorado de una dama, la cual tenía ya
un compromiso; ella, para librarse de las persecuciones de aquél, prometió
amarle si llegaba a perder el amor de su amigo. Al cabo de dos meses se
casó con éste. El aspirante despedido se le presentó nuevamente y la requi-
rió de amores, diciéndole que ya no tenía derecho de amar a su primer amante,
puesto que Se había casado con él. La reina Leonor, presidente de un tri-
bunal de amor, pronunció el fallo decidiendo que si la dama daba lo que
había prometido sería muy digna de alabanza.

Las relaciones extramatrimoniales fueron ensalzadas por la producción
literaria de la época, coincidiendo con una actitud cada vez más cruda de
repulsa y miedo a la institución matrimonial. Podríamos aportar innume-
rables testimonios de las críticas que provocaba el matrimonio, que era con-
cebido como un recurso necesario. El ejemplo más dramático, aducido cada
vez que se quiere hablar de la Edad Media, lo encarna la personalidad de
Eloísa. Esta era hija de una de las más distinguidas familias de Francia y
había sido destinada al convento. Para recibir una preparación adecuada
fue enviada a casa de su tío, el canónigo Fulbert, un clérigo que había renun-
ciado voluntariamente a toda —relación sexual. Pero Eloísa se enamoró, a
sus dieciséis años, de Abelardo, profesor de la Sorbona, que había cumplido
ya los cuarenta.

Pasado un tiempo de relaciones secretas, la muchacha quedó embarazada
y Abelardo decidió enviarla a casa de una hermana suya que vivía en Bre-
taña, para evitar en lo posible el escándalo. Cuando nació el niño, Abelardo
propuso a Eloísa el matrimonio, pero ella se asustó de semejante proposi-
ción. En la primera carta de Eloísa se lee: "Pre{iero el nombre de amiga
vuestra o el de querida. Dios sabe bien que si Augusto, dueño del universo,
quisiera honrarme con el título de esposa, dándome con él el mundo entero
para gobernar, encontraría más encanto y grandeza en ser llamada concu-
bina vuestra que emperatriz suva." Sólo entra en nuestro propósito aducir
el testimonio de una mujer, que ha pasado a la historia pronunciándose
horrorizada en contra del matrimonio. De rechazo, y solamente para ilus-
trar algo más el ambiente en que se movían aquellas gentes, habrá que expli-
car el resto de la historia. El canónigo Fulbert, seguido de un numeroso
grupo de gente encolerizada, se precipitó a la vivienda de Abelardo. Lo
amarraron entre todos y procedieron a castrarlo. El amor Se hizo más deses-
perado entre la trágica pareja; las cartas que se escribieron a lo largo de
muchos años han quedado como testimonio inenarrable de un amor impo-
sible.

A Eloísa le repugnaba la idea del matrimonio porque creía que era la
tumba del amor, y una situación inadecuada para un sabio. Recurrió a
toda suerte de argumentos de la Antigüedad para demostrar que las atadu-
ras matrimoniales perjudican a la pareja y sólo accedió a someterse a ellas
a condición de que la Ceremonia fuera rigurosamente secreta.

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